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Cuando se produce un fallecimiento, hay una severa desorientación. Nos desconciertan no solo la gran cantidad de preguntas sobre la vida y la muerte, sino también la inquietud de cómo sentirnos y cómo conducirnos adecuadamente: ¿cómo reaccionar ante la tragedia? ¿Cuál es el respeto apropiado que debemos brindar al difunto? ¿Cómo logramos una cuota de dignidad durante un entierro? ¿Debemos apenarnos por la vida truncada del difunto, arrancada antes de finalizar el ejercicio de la vida, o sentir nuestra propia pérdida y angustiarnos por la propia aflicción personal?
¿Y cómo debemos consolarnos? ¿Mostrarnos ante la familia y los amigos como personas valientes, con dignidad, osadamente serenos, o podemos dar rienda suelta a nuestra angustia en un mar de lágrimas? ¿Deben prevalecer los encantos habituales de una ocasión social que surge cuando se reúne la familia, o debemos concentrarnos en la herida del alma de nuestra propia pérdida y dejar que el mundo se las arregle por sí mismo?
Miles de años de nuestra rica tradición nos brindan orientación en estos momentos de crisis. La sabiduría acumulada durante siglos es una fuente de gran consuelo.